En 2012 una pequeña empresa británica nos sorprendía a todos con un curioso cacharro. Una especie de circuito electrónico que por 25 dólares podía hacer cosas sorprendentes.
Nacía la Raspberry Pi, y con ella un movimiento maker que animó a miles de personas a crear proyectos de todo tipo con esta placa como protagonista.
Mucho ha llovido desde entonces, y esta semana se lanzaba la
Raspberry Pi 5, una evolución estupenda que mantiene el ADN de la familia pero que lo hace con un enfoque inquietante: es más potente y versátil, pero ya no es "el ordenador de los 35 dólares", sino más bien un miniPC que como poco costará 60. ¿Por qué?
Porque muchos —
hasta su creador— hemos querido convertirlo
en un PC para trabajar. Las Raspberry Pi se pueden usar (
sobre todo la RPi 4 y la nueva RPi 5) de ese modo, pero ese enfoque es erróneo. Las Raspberry Pi son maravillosas para muchas otras cosas —un Media Center, un pequeño (
gran) servidor, una máquina de retroemulación, decenas de proyectos de
bricolaje informático—, pero ahora están en un terreno algo peligroso.
Lo están porque intentan acercarse a un PC tradicional —la RPi 5 tiene opción para conectar un SSD y hasta un botón de encendido— pero se quedan un poco en tierra de nadie: demasiado potentes para un miniPC asequible como el que planteaban las primeras RPi, demasiado limitadas (e incómodas) para ser un PC al uso. Los
rivales, además, acechan, y lo hacen con
propuestas de lo más llamativas.
Todo eso probablemente dé igual: la Raspberry Pi 5, como siempre, es maravillosa. Pero no para todo, ni para todos.